Carlos Marín-Blázquez | 24 de septiembre de 2021
De repente, nos hemos percatado de que el lecho de certezas sobre el que se asentaba nuestra comprensión del mundo llevaba demasiado tiempo carcomido por aquellos que han hecho de la política un arte de engaños y maldades.
El mundo es hoy ese lugar en el que todo nos concierne. No hay rincón que escape a nuestro escrutinio. Sobre las imágenes de los emplazamientos más remotos, allá donde las costumbres se manifiestan con un sesgo de primitivismo que fascina y repele a la vez, nuestra mirada se desliza imbuida de una rauda voluntad de desciframiento. Son suficientes unos pocos minutos frente a la pantalla de cualquier dispositivo para que los sucesos más insólitos adquieran en nuestra imaginación un sobrevenido aire de familia. El objetivo de la cámara empequeñece la geografía. La realidad se comprime en una escala tan exigua que parece autorizarnos a proyectar sobre ella nuestro propio esquema de valores. Y así sucede que, de manera inconsciente, adaptamos el flujo caótico del acontecer al limpio molde de nuestras expectativas. El resultado, la mayor parte de las veces, es un fiasco.
La caída de Kabul ha supuesto el último ejemplo de este modo de proceder en relación a un entorno ajeno. La prudencia a que hubiera debido inducirnos la acreditada tozudez de una gran parte de los afganos al anteponer sus vínculos tribales al nuevo orden de prosperidad y justicia que se supone debía traerles la democracia, no ha bastado para disuadirnos de arriesgar un dictamen. Más allá de los ingredientes accesorios que para el individuo del mundo desarrollado encierra la contemplación de lejanas calamidades, cada cual ha extraído sus propias conclusiones de la súbita debacle afgana. En el ámbito de la geopolítica, numerosos analistas han insinuado el comienzo de una nueva era. De ser así, sus primeras manifestaciones irían unidas -en lo que atañe a la hasta ahora potencia hegemónica y sus aliados- a un alucinante derroche de imprevisión y a la escenificación, a escala planetaria, de un ridículo sin paliativos. Todos estos son aspectos ya de sobra resaltados. La breve reflexión que sigue tan sólo aspira a insertar el estruendo de este episodio puntual en un contexto general de derrota.
Hace tiempo que lo que hemos dado en llamar Occidente permanece sumido en una crisis para la que no se atisban remedios a corto plazo. Antes al contrario, los indicios apuntan a un agravamiento de sus males. Fijar con precisión el inicio de un proceso en el que convergen factores de naturaleza muy diversa se antoja una tarea ardua. Lo que prevalece, no obstante, es la sospecha de que, desde hace décadas, nos debatimos en una pulsión contradictoria: por una parte, la certeza aparente acerca de la superioridad de nuestros valores; por otra, la ausencia de voluntad para defenderlos.
De modo que la primera cuestión a dilucidar sería si de verdad seguimos creyendo que nuestros valores son superiores. Habida cuenta de lo acontecido a lo largo de un periodo que quizá abarque algo más de dos siglos, pero cuyos efectos se han intensificado en los últimos lustros (la demolición de nuestros cimientos espirituales, el difuminado de nuestras señas de identidad y el ataque sistemático a nuestra historia y al entramado de unas instituciones que, mal que bien, han alcanzado a mantener el equilibrio en que discurre la existencia comunitaria) sería el momento de abordar la delicada cuestión en torno a cuántos de esos valores permanecen intactos. ¿No es el suicidio demográfico en el que nos hallamos inmersos la prueba palmaria de que algo ha cedido, y quizá de manera irreversible, en el núcleo mismo de nuestra civilización? Y el cinismo y la desconfianza que campan en la esfera pública, ¿no constituyen respuestas preventivas, y hasta cierto punto naturales, al envilecimiento de las formas en el trato, al avance de la incomunicación social, a la degradación ignominiosa del sistema educativo y a la conversión de la política en un terreno fatalmente propicio al triunfo de los narcisistas, los sectarios y los incompetentes?
Hace tiempo que lo que hemos dado en llamar Occidente permanece sumido en una crisis para la que no se atisban remedios a corto plazo
Durante la Guerra Fría, la defensa de la democracia, la propiedad privada y el libre mercado dotaron a las naciones en pugna con el totalitarismo comunista de una coherencia programática que les insufló la fortaleza necesaria para perseverar en la lucha. Sin embargo, al mismo tiempo, y al amparo de la libertad de conciencia y expresión que Occidente consagra como uno de sus bienes más preciados, el veneno del relativismo y el hábito intelectual de la sospecha corroían las mentes de las generaciones que se estaban formando en las más prestigiosas universidades de Estados Unidos y Europa. De ese ambiente general de impugnación, en cuyo origen buena parte de las élites intelectuales y políticas occidentales jugaron un papel primordial, surgió mayo del 68 y, tras él, en la estela de su interminable carrusel de demagogias panfletarias e infantilismos vacuos, la deriva hacia la propia disolución en la que continuamos sumidos.
En el curso del citado proceso, la caída del bloque comunista supuso tan sólo un breve lapso de optimismo, finalizado el cual las fuerzas comprometidas en esta labor de zapa reemprendieron su tarea. Su éxito, desde una perspectiva objetiva, se antoja incuestionable. Occidente es ahora mismo un enclave exhausto, privado, por la misma naturaleza de la abulia que lo domina, de la mera posibilidad de defenderse. Un sector muy significativo de su población ha escogido vivir en un permanente estado de intoxicación emotivista, en el interior de una cálida burbuja de autogratificación psicológica que –cabe temer- no tardará en saltar hecha pedazos. En ese orden de cosas, la toma de Kabul por los talibanes ha operado como un implacable baño de realidad para el que nuestras bien remuneradas oligarquías, siempre apremiadas por la necesidad de poner a salvo su buena conciencia, han escenificado una conmoción que muy probablemente se halle lejos de ser auténtica.
El moralismo utópico que nos domina, de raíz inequívocamente progresista, aparte de engendrar la tiranía de la corrección política, ha propagado la falacia de que nos hallábamos camino de un mundo posthistórico, en el que, en virtud de un voluntarismo menos ingenuo que pretencioso, la práctica totalidad de los conflictos quedarían superados. Nada más falso en realidad. La huida de Afganistán ha significado un desmentido –otro más- a semejante superstición ideológica. De repente, nos hemos percatado de que el lecho de certezas sobre el que se asentaba nuestra comprensión del mundo llevaba demasiado tiempo carcomido por aquellos que han hecho de la política un arte de engaños y maldades. De que hayamos aprendido la lección dependerá que nos sea dado abreviar el tiempo que habremos de permanecer en los límites de esta tierra incierta, en mitad de esta noche cerrada.
Ante los indicios de un tiempo que intuyen exhausto, las élites se muestran decididas a actuar en su provecho. De la angustia del hombre aislado ellas saben cómo extraer resentimiento; de su sed de fraternidad obtienen el control de sus emociones.
Alejandro Rodríguez de la Peña
Si uno de los dos sectores en la batalla cultural saca a relucir algún aspecto positivo de la civilización a reivindicar, el otro lo acusa de «blanqueamiento» y viceversa. Esta memoria selectiva impide todo debate sano y lo mezcla todo.